miércoles, 15 de noviembre de 2006

NO ES IGUAL, PERO ES LO MESMO

Ahora sé por qué ya no escribo. En este momento lo hago sólo por desahogarme, por tratar de deshacerme de tanta tristeza que traigo dentro. Pero ya no vive en mí aquella ingénua esperanza de cambiar algo en el mundo, aunque sea algo pequeñito. El pianista. No recuerdo cuándo fue la última vez que lloré tanto al ver una película. Lo peor es que todavía tengo mucho qué llorar. Y no por lo que vi en la pantalla, algo que finalmente ya pasó y está a punto de terminar -o al menos lo hará un poco cuando muera el último sobreviviente al holocausto-, sino por lo que está pasando en este momento. Todos aquellos que tengan una televisión y la prendan de vez en cuando sabrán a lo que me refiero. Los demás, es mejor que ni se enteren.

Después de ver esta película entiendo un poco más a Gandhi y un poco menos a los zapatistas. Tampoco entiendo a Pancho Villa, ni al gabinete de Bush, ni a todos los que integraron el poderío nazi, ni a los inquisidores, ni a la guerra civil española, ni al capítulo del caballo de Troya. Los de Babel fueron un poco iniciadores, pero después de ellos, todo lo demás está de sobra. Porque seguimos repitiendo, una y otra vez.

En la escuela nos hablan de héroes nacionales. Desde los niños (héroes), hasta los curas que disque abolieron la esclavitud. Todos tienen que ver con armas, con sangre, con guerra. Ninguno ha sido silencioso ni pacifista ni indiferente ni analfabeta. Nuestra máxima fiesta es un grito. Nuestros antepasados más remotos se peleaban para conseguir extraños qué entregar a los dioses.

Y no me malinterpreten. No estoy renegando de mis raíces, ni me avergüenzo de ser mexicana, ni desearía haber nacido en otro sitio. Lo que me entristece es que el género humano sea, en general, como es. Tenemos un solo planeta. Se habla de tolerancia, de caridad, de almas y de corazones. Pero también se habla del "enemigo", de "Dios" y de "libertad". No odio a Bush, pero no por ser él quien es, ni yo la Madre Teresa, sino porque simplemente no quiero odiar, ni a él ni a nadie. O sea, que tampoco a Sadam, ni a Sharón, ni al violador de la esquina, ni al cerdo que me robó la inocencia cuando tenía 11 años (aunque muy a mi pesar, todavía me cuesta un poco de trabajo eliminar esa sutil frontera entre el odio y la indiferencia).

Por lo pronto, no entiendo al pianista, ni me entiendo a mí misma. Del pianista lo que no entiendo es por qué coño seguía sobreviviendo, ni mucho menos por qué coño seguía buscando comida. Tampoco entiendo cómo chingados le hacía para sonreír después de todo lo que le pasó. De mí misma lo que no entiendo es cómo puedo poner cara de indiferencia al ver los bombardeos en Irak, mientras pedaleo en un gimnasio de lujo con la frívola intención de recuperar mi figura. Una figura que tenía cuando no sabía qué quería de la vida, ni quién era, ni qué quería ser. Pero es que, a mi entender, no me queda de otra que tratar de ser feliz mientras viva. Porque aunque me esfuerce en emprender acciones que "marquen un cambio en la historia" y que "cambien la visión y el sentir de algunas personas, o aunque sea de una sola", y suponiendo que lograra mis cometidos, siempre habrá otro Hitler, otro Bush, otro Sharón, negros, judíos, chinos, blancos, pobres, ricos, rateros, violadores, felices ignorantes, y apáticos indiferentes.

Así que, después de toda esta perorata patética y sin sentido, entiendo un poco más a los mexicanos, con su eterna resignación y su insufrible apatía. Y qué bueno que nos reímos de la muerte. Eso sí que marca una diferencia. Al menos nos hace sonreír un poco más, aunque no tengamos qué comer.

Viva México, y que la vida se apiade de Bush y de todos sus similares. De toda la historia del pianista lo que más me hizo sufrir no fueron los patéticos esfuerzos de supervivencia del protagonista, ni el identificar mi osito de peluche con aquella lata de conservas que guardaba con tanto recelo cuando lo encontró el alemán. Tampoco cuando le dispararon incansables los rusos porque creyeron que era alemán. No. Lo que más me hizo sufrir fue el odio que mostraron los judíos contra los alemanes cuando la tortilla se había volteado. Y no porque sean judíos los primeros ni alemanes los segundos. Sino porque todos somos hombres y, al final, entonces, ¿en qué clase de seres quedamos ubicados, si seguimos alimentando y fomentando los odios y la violencia y los escupitajos y los madrazos que no son por culpa de una mujer?

No sé si volveré a escribir. Estoy pensando seriamente en dedicarme mejor a la pintura. Así, al menos, la gente podrá interpretar lo que le dé la gana y yo no me ofenderé si no me entienden. Lo mejor será que no sentiré ninguna frustración cuando aparezca un nuevo Hitler que ahora quiera exterminar a los gringos. Lo malo será si eso me hace sonreír, aunque sea tan poquito como lo hizo la Monalisa cuando la inmortalizó Da Vinci. Aunque soy atea, que Dios bendiga a Bush y, sobre todo, que yo al menos logre no sentir odio nunca.

Si alguno de ustedes cree que sería un poco más feliz leyendo historias rosas o cuentos de hadas, entonces tal vez me esfuerce en crearlos. Si logro pintar una sonrisa por algo tan frívolo, habré ganado un poco de tiempo de paz, creo yo. Y la naturaleza al menos tendrá tiempo de reponer aunque sea una cucaracha. Prometo luchar contra esa fobia.

Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad...

Y a los demás, también.

Suza.

Dom. 23/mar/2003 22:20

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