Nunca tuve problemas de peso hasta que me vine a Europa. Y cuando no has tenido problemas de peso, no entiendes a quienes los tienen. Para no hacer el cuento largo, entre dejadas de fumar, dietas abandonadas y 2 años de postramiento en un sofá por culpa de mis pies, llegué a pesar 64 kgs. Esto es, 12 kilos más que mis 52 de toda mi vida adulta.
Lo primero que ataca el sobrepeso es a la vanidad. El primer golpe viene cuando ya no te queda la ropa que tienes. Vas a comprar nueva y cosas que a ojillo antes te quedaban pintadas, ahora no te entran. Así que el segundo golpe te viene cuando ya no sabes qué talla eres (antes tampoco lo sabías del todo, pero nunca te habías visto en la necesidad de saberlo, porque escogías a ojillo y todo te quedaba bien).
Con la primera dieta pasé mucho estrés, mucho mal genio y mucha frustración. Psicológicamente, las dietas tradicionales son como veneno: cuando llegas a tu límite empiezas a comer cosas “prohibidas” y lo de “pecar” tiene muchas repercusiones: “Te estás haciendo daño a ti misma”, “no te quieres”, “a nadie le gustas y no le vas a gustar a nadie si te sigues comiendo esta dona que, además, ni siquiera está tan buena”, etc. Sin fin de pensamientos horribles pasan por tu cabeza.
Como lo de bajar de peso se convierte en misión imposible, lo siguiente es “aprender a quererte”. Empiezas por compararte con las chicas que ves por la calle y que te llevan mucha ventaja en el sobrepeso. Al final, terminas agradeciendo a todas aquellas que se pasean con su profusión de carnes como si nada, porque a ti te hacen quedar muy bien. Y terminas por aceptar que, aunque no estás tan bien como quisieras, tampoco estás “tan mal”.
Pero cuando crees que la guerra ha terminado, tu cuerpo agarra y dice “De terminado nada, torda!!! Que estoy hecho una piltrafilla y tú no me haces ni puto caso!!!”. Es entonces cuando has empezado un largo round de esgrima, un tira y afloja, hasta que ves que te has quedado sin correas.
Yo, francamente, agradezco la manita de puerco que me hizo mi cuerpo (valga la cacofonía y el trabalenguas). Porque probablemente, al aprender a “quererme”, me hubiera dejado llevar aun más por la dejadez, y hubiera entrado en el club de aquellas que “levantan la moral” a quienes “no están tan mal”.
Los episodios de la guerra fueron:
1. Los pies. Espolones, fascitis plantar, plantillas, infiltraciones, cirugía, más infiltraciones, otras plantillas… Conclusión del último médico: “Perder peso le vendría muy bien a tus pies”. Conclusión de la que se quiere: “Pos es que no peye, oiga…”
2. La espalda. Dolor lumbar, pastillas, días sentada, más pastillas y círculo vicioso de “como no me puedo mover, no puedo cocinar, así que como precocinado”. Ergo, no te mueves, comes mal, subes de peso. Conclusión de la que se quiere: “Será que bajando de peso se me quita el dolor?”.
3. El sistema digestivo. Reflujos, agruras, dolor como de úlcera (que al final resultó ser “una herida” en el esófago –esofagitis-, producida por los reflujos constantes), y un montón de pruebas horribles. Conclusión del médico: hernia de hiato. No comas mucho y evita lo prohibido (lo de siempre: grasas, café, alcohol, tabaco… Y además: chocolate y menta ¿?) Bajando un par de kilitos se desaparecerá el problema, ya verás. Conclusión de la que se quiere: “Y sólo con un par de kilos se me va a quitar toda esta mie… ércoles por la tarde, oiga? Ni usté se lo creé, fíjese. Pero bueh! Ya veremus”. Ná. No hay manera de entrar en razón (y por ende, “en cintura” menos).
4. El páncreas. Tomas alcohol, te duele. No tomas, no te duele. Mere. Abstemia desde el 12 de enero, por culpa de un fuera de lugar de las amilasas.
Pues eso. Que ahora voy que chuto. En todas mis dietas, nunca había prescindido del alcohol. En esta ocasión, se conjuntó que retomé el programa más exitoso y llevadero que he hecho, en enero, y, sin el alcohol, he bajado de peso con una constancia asombrosa y sin hacer mucho ejercicio (porque los males 1 y 2, más otros que no vienen a cuento, no siempre lo permiten).
El caso es que, con un 10% menos de peso alcanzado, me siento increíblemente mejor. Respiro mejor, camino mejor (ya no me chicotean las piernas! Es un milagro!... Ejem. No, ni madres! Ni milagros ni leches!!! Que aquí ha habido un esfuerzo y una disciplina bastantes férreos!!!), y me ha dejado de doler casi todo.
De todo esto que seguro que a pocos interesa, se puede concluir que, en la mayoría de los casos, si el cuerpo no nos hace manita de puerco, nos dejamos llevar. Nos vamos por lo fácil, que es “aprender a querernos” y convertirnos en “una gordita feliz”, en lugar de intentar recobrar la salud, esa que no nos damos cuenta que hemos perdido, porque la pérdida se esconde debajo de nuestra piel.
Se supone que con este 10% he ganado mucha salud: menos riesgo de infartos, de trombos, menos colesterol (sólo una vez me ha salido fuera de rango, hace mucho), menos triglicéridos y más Omega 3. Pero no sólo he ganado en la salud que se manifiesta en los análisis, sino en la que se manifiesta en el ánimo. Ahora no me siento culpable por lo que como, porque lo hago de manera responsable. Mi cuerpo (y el programa dietético que sigo) me ha enseñado a disfrutar enormidad de cada manzana o de cada mandarina que me llevo a la boca, y a olvidarme de las croquetas que se me podrían estar antojando en ese momento. Y no es que tenga prohibidas las croquetas. Puedo comerlas si se me antojan. Pero es que como he aprendido lo que “vale” la comida, pues ahora las croquetas, la morcilla, el alcohol y todo aquello que los médicos “prohíben” a la mínima, se me antojan menos.
Finalmente, me siento agradecida de tantos males. Todos ellos, en equipo, me han evitado llegar a la obesidad y me han obligado a retomar el camino correcto. Voy a la mitad y lo que veo es que ya me queda muy poco por delante. Hoy escribo esto, no para que algunos se aburran, sino para que otros mediten un poco acerca de los males que tienen y se pregunten de qué precipicio los están alejando…
Un besito sano,
Suza.
P.D. Felices vacas!!! =)