martes, 17 de julio de 2012

MIEDOS

20021006009Hace 10 años España era un país seguro, contento, lleno de vida, de tradiciones, de esperanza y con un futuro esperanzador por delante. Yo llegué con 28 años, con el remordimiento de dejar abandonado a mi país, a cambio de encontrar mi propia felicidad al lado del hombre de mis sueños. Tenía mis prioridades muy claras.

México era un país difícil, con un futuro incierto, pero que todavía conservaba algún resquicio de esperanza y, por supuesto, todo su encanto. Hoy, 10 años después, las cosas han cambiado mucho en ambos países. Tristemente, a peor. México carga una cantidad ingente de muertos a sus espaldas, y un sistema que no sólo permite, sino que fomenta todo tipo de injusticias a todos los niveles y en todos los ámbitos de su existencia. Un país que genera un sinfín de historias de terror ante la indiferencia apática de algunos (muchos) y la impotencia temerosa de otros (muchos también). Mi sentido común me dice que la gran mayoría de los mexicanos continua con su día a día más o menos con normalidad, y que lo que veo desde afuera es la punta de un Iceberg que se disuelve entre los millones de mexicanos que todavía quedan vivos y que, en mayor o menor medida, todavía pueden ser felices de vez en cuando, si saben disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Pero, aunque intento no leer demasiado de lo que ahí ocurre (sí, es egoísta, pero estoy muy lejos y poco puedo hacer desde aquí por poner mi granito de arena para propiciar algún cambio, por pequeño e insignificante que sea y es más la angustia gratuita e inútil que me genera leer todo lo que allá acontece) no puedo evitar enterarme de algunas historias que me van marcando como mexicana en el exilio. Y entonces me recuerdo lo mal que se veía España en aquellos tiempos angustiosos en los que ETA tenía mucho punch y ponía bomba día sí, día también, y mataba un montón de gente. Y los españoles, muchos, la mayoría, continuaban con sus vidas en medio de todo ese terrorismo. Y me digo que lo mismo ocurre con México. Que la cotidianeidad mayoritaria de la vida de sus ciudadanos no sale en los periódicos porque no genera interés noticioso.

Y hoy, que España podría ser un hermoso refugio de todo lo horrible que ocurre en México, resulta que tampoco lo es tanto. Tomando una sana distancia, todo hay que decirlo, España también se ha transformado en un país menos amistoso. Está inmerso en la depresión generada por la crisis y en el descontento general de sus ciudadanos, por los recortes (muchos) y por la apatía de muchos (otros tantos, también muchos) ante esta situación que más parece un abuso de los ricos y poderosos para que, como siempre, los jodidos saquemos al buey de la barranca, mientras ellos hacen como que se preocupan. No hay una gran cantidad de muertos, como en México, pero sí hay una gran cantidad de energúmenos, que dificultan perpetuar el buen rollito ciudadano de un país que funciona más o menos bien en muchos ámbitos (al menos en comparación con México). Y ahora parece que no sólo había burbuja inmobiliaria, sino también salarial y laboral. Pero resulta que en España no hay tanta economía sumergida como en México. En España, ese ámbito de la productividad se limita a empleadas domésticas, fontaneros, electricistas y algunas otras pocas profesiones. Aquí, ante la adversidad, un médico no puede poner un puesto de tacos y salir más o menos adelante, como en México. Lo de tener la vivienda y el changarro en el mismo local, cual tiendita de abarrotes, tampoco es viable. Aquí la gente sin trabajo se queda en la calle de un día para otro, porque tampoco hay asentamientos irregulares. Al menos no como los de México. Aquí las construcciones irregulares se dan sobre todo en las costas, y son principalmente edificios construidos en terreno protegido por temas ecológicos. Chabolas, haberlas háylas, pero suelen ser de gitanos o de gente más bien acostumbrada a cierto estilo de vida que no encaja muy bien en la “sociedad establecida” y que se sale de la norma.

A mí me asusta eso de quedarme en la calle, con mi niño y mis cosas (y mi marido, pero él es fuerte. Un apoyo). No es que parezca que me vaya a pasar próximamente, pero la situación está yendo tan a peor en tan poco tiempo que es fácil ponerse en lo peor. Y sin embargo he conseguido sacudirme un poco la mala leche que me dominó durante un tiempo e intento sonreírle a todo aquel con quien me cruzo por la calle. Y a eso me ayuda mi niño, que es simpático y genera buen rollito en quienes lo ven, sobre todo en las señoras. Y con ese buen rollito estoy pudiendo disfrutar un poco más de las pequeñas cosas de la vida. Un paseo, una buena comida casera, un ratito de descanso viendo alguna de las series que me gustan, un rato de buena lectura y esto mismo: platicarle mis miedos al mundo en una computadora que es MÍA, que puedo configurar a mi antojo y usar cuando me venga en gana y que funciona muy bien. De vez en cuando, un rico helado de mojito. Algún año que otro, de un helado de violeta, que en Vitoria no hay. De las fotos que cuelgan mis amigos tapatíos en el feis, y que me acercan un poco a esa Guadalajara que ahora ya sólo existe en mi mente y en mis recuerdos, porque ha cambiado un montón en estos 10 años que llevo fuera. De mi marido, que tiene un montón de ocurrencias, sobre todo de las tonterías que dicen en la tele. Y de mi niño. Sobre todo de mi niño, que se ríe un montón y de casi todo, que siempre está listo para salir a la calle, que pasa por el espejo con el cabello recién cortado y, como se ve distinto, va y se acerca para hacerse muecas y sonreírse a sí mismo. Que corre emocionado cuando suena el teléfono, que siempre me recoge lo que ve que se me cae y que se lo pasa bomba en el parque, porque no es consciente de lo que significa que otros niños hagan patente que no quieren jugar con él o que no lo quieren cerca. Él no se da cuenta o siempre tiene algo con qué entretenerse y es feliz. Ojalá y pudiera aprender todo eso de él.

Y eso tiene de bonito España: mi niño. Rajoy, la crisis y hasta la babosa esa que dijo “Que se jodan!”, todos esos son pasajeros. Mi niño es permanente y está aquí, conmigo. Sacaremos al buey de la barranca, intentaremos ser mejores cada día y, con el permiso de los deprimidos, intentaremos ser felices, que la vida es muy corta. Un besito a los energúmenos, a ver si se les baja un poco la mala leche. Dos a los deprimidos. Tres a los felices. A los políticos, una patada en las gónadas, por inútiles, hipócritas, aburridos, feos, egoístas y traidores.

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